(…) Repentinamente, dos miembros de la comunidad entraron en el comedor, rompiendo el frágil silencio del ambiente y exclamando unas palabras sobre el abad Khalid, que ni Monique ni yo logramos entender. Nos levantamos enseguida y corrimos detrás de esos dos monjes en dirección a la biblioteca del monasterio. Algo no iba bien. Desde la entrada ya vimos cómo el cuerpo del abad Khalid yacía encima del suelo policromado de madera, en medio de los dos atriles de caoba y justo al lado de la mesa, también de caoba, en la que, horas antes, habíamos mantenido una reunión informal. El cuerpo del abad estaba estirado, boca abajo, junto a un charco de su propia sangre que provenía de una herida de su cabeza. Inmóvil y abatido. Estaba muy mal herido. Me arrodillé a su lado Le tomé el pulso. Sus constantes vitales eran muy débiles. Aún estaba vivo. (…)